Lo dicen las empresas tabacaleras, que algo sabrán de esto; pero también lo dan a entender las estadísticas que cifran en un 25 por ciento la caída de las ventas (legales) de cigarrillos en el primer trimestre del año. Casualidad o no, ese derrumbe coincide con la subida de impuestos a las cajetillas aprobada en diciembre y con la expulsión de los fumadores de los bares.

Los datos serían francamente esperanzadores desde el punto de vista sanitario si, en efecto, el número de adictos al pitillo se hubiese reducido en una cuarta parte, apenas tres meses después de la adopción de tales medidas. Mucho es de temer, sin embargo, que la cifra de arrepentidos sea bastante menor. De creer a los empresarios del ramo, una parte de sus clientes se habría pasado, simplemente, al más barato tabaco libre de impuestos que ofrecen los contrabandistas.

Previsiblemente, el resultado ha sido una merma de nada menos que 127 millones de euros en la recaudación que Hacienda obtenía a cuenta de este vicio. Otro error de cálculo. La ministra de Economía (y antes, de Sanidad) Elena Salgado había cifrado en 780 millones el aumento de ingresos que supondrían los nuevos gravámenes sobre el tabaco, pero se conoce que lo suyo no es hacer cuentas y menos aún cuadrarlas.

Malo es que un político no domine el arte de vender humo, pero acaso sea peor todavía que sus disposiciones tengan el efecto contrario al deseado y acaben por resucitar la ya casi olvidada industria del contrabando. No sería la primera vez. Las prohibiciones llevadas al extremo son a menudo un bumerán que se vuelve contra quienes las impulsan, como bien demostró hace cerca de un siglo la llamada Ley Seca que pretendía abolir el consumo de alcohol en Norteamérica. La mentada ley no templó gran cosa el número de borrachos en Estados Unidos, pero a cambio ayudaría notablemente al desarrollo de las mafias y a convertir en millonario a Al Capone.

Felizmente, no parece que vaya a ser este, ni mucho menos, el efecto de las últimas medidas gubernamentales contra el tabaco en España. Las propias multinacionales tabaqueras que alertan del rebrote del contrabando no dejan de admitir a la vez que el tráfico ilegal de cigarrillos supone apenas un módico 6 por ciento del total de las ventas. Nada que ver con la enorme cuota de mercado alcanzada hace un par de décadas por los contrabandistas gallegos en la época del “chollo do fume”, cuando competían ventajosamente con el monopolio de Tabacalera y colocaban su afamado “rubio de batea” hasta en las máquinas expendedoras de los bares.

Ni siquiera hay evidencia de que los nuevos contrabandistas guarden relación alguna con los antiguos matuteros de las rías galaicas. Los históricos tratantes de Winston cultivaban amorosamente su producto en las bateas de mejillones que prestaban su inconfundible sabor y aroma al rubio con denominación de origen. Dudosamente hubieran incurrido en la grosería de importar –como ahora sucede– el tabaco falsificado desde China: y es que se ha perdido profesionalidad hasta en el ramo del delito.

Tampoco parece que el nuevo nicho de mercado abierto por la carestía del tabaco vaya a tentar a los contrabandistas gallegos que se pasaron hace ya muchos años al más productivo negocio de importación de fariña, chocolate y otros productos ultramarinos. El del cigarrillo es, comparativamente, un mercado subalterno que por lógica atenderán otras mafias de menor experiencia que las de aquí, con el riesgo añadido de que el abastecimiento del fumador quede en manos de aficionados poco escrupulosos. Los mismos que tal vez se estén repartiendo los 127 millones que Hacienda dejó de ingresar, paradójicamente, con la última subida de impuestos sobre el tabaco. Y Hacienda somos todos.