Saber del mundo

Última actualización [15/11/2004]



Cosecheros argentinos
Pocos centavos por las uvas




Daniel Riera

San Martín, Argentina.- El sol me consume en pocos minutos. Debería haber traído una cantimplora y un gorro. Hace poco que empecé y mi camiseta está empapada, adherida al cuerpo. Mis manos están pegajosas. La uva sale con cierta facilidad de los sarmientos: el asunto es tirar de los racimos en el mismo sentido en que la naturaleza los dispuso. Si tiro al revés, se resisten. Dicen que aquí hay víboras, pero que no son venenosas. Dicen, también, que hay arañas de buen tamaño, pero uno se resiste a creer en los monstruos hasta que los tiene enfrente. Los tachos son verdes, de lata, y cargan veinte kilos de uva, tal vez un poco más. Una vez que uno llenó un tacho y se lo cargó al hombro, lo peor que puede hacer es correr, porque cuando uno corre, las uvas se aplastan y luego el tacho no parece lleno, y entonces Chavero dice que el tacho está rayado, y cuando Chavero dice que el tacho está rayado, quiere decir que no está lleno, quiere decir que hay que regresar a la hilera, perder tiempo, volver a desbordar el tacho para dejar conforme a Chavero y, entonces, sólo entonces, recibir, al fin, de su mano, como una hostia, la bendita ficha.

Chavero es un viejo campechano, abigotado, corpulento y panzón. Un estereotipo de encargado. Hombres, mujeres y niños desfilan frente a él con sus tachos. Van descargando en el camión los veinte kilos de uva que cada uno ha cosechado. Así lo harán hasta que pierdan la paciencia; y la perderán. Nadie sabe de qué se ríe el fichero –así lo llaman en el viñedo- cuando se calza las fichas entre el pulgar y el índice de su mano derecha y las arroja sobre los tachos ya vacíos. Las fichas son monedas plateadas con el nombre y el logo de la bodega: cada una representa el pago por haber cosechado veinte kilos de uva y será cambiada por efectivo al finalizar la semana. Hay algo de humillación simbólica en esas fichas de mierda, esas insignificancias que ni siquiera hacen ruido al caer. Cada ficha, o sea cada cosecha de veinte kilos, equivale a treinta centavos. Sólo los mejores pueden juntar unos 70 tachos por día, que equivalen a cien pesos por semana. La mayoría junta entre 40 y 50 tachos por día, que equivalen a entre 12 y 15 pesos por día. 50 tachos son diez quintales, una tonelada de uvas.

150 MILLONES DE KILOS
Estoy en la finca Montecaseros, de la bodega Agromel, a veinte kilómetros del centro de San Martín, en la localidad que cosechó en lo que va del año 150 millones de kilos de uva, 25 por ciento de la cosecha de toda Argentina, en la localidad que tiene mayor cantidad de bodegas activas –230 de las 677 que hay-, la ciudad más vitivinícola de la provincia que es la capital nacional del vino. Estoy viendo cómo el hilo del vino se corta por lo más delgado, en un país que exporta entre 10 y 12 millones de dólares mensuales de litros de vino. La cosecha es, por definición, un trabajo para desocupados: dura un mes y medio y cuando se termina... a cantarle a Gardel o a buscarse otra cosecha. Después de la uva viene la aceituna; después de la aceituna, el durazno.
La jornada empieza a las siente de la mañana, cuando los camiones recogen a los trabajadores en el centro de San Martín; a las siete y media de la mañana confluyen en la bodega; a las ocho ya están cosechando en el viñedo, donde se quedarán hasta las seis de la tarde, con un intervalo de dos horas para almorzar y descansar. Ni siquiera con gorro y cantimplora es aconsejable comerse el sol del mediodía. Llegué hasta el viñedo en la camioneta de Raúl Riarte. Por eso, al principio, los trabajadores desconfían de mí. Me preguntan si soy pariente o amigo del patrón, me preguntan cómo llegué hasta allí. Les digo la verdad y de a poco limo las desconfianzas: la gente del Instituto Nacional de Vitivinicultura me puso en contacto con el Centro de Viñateros del Este, el Centro de Viñateros me puso en contacto con Riarte y Riarte me trajo hasta aquí. Es un hombre amable, de 46 años, que se jacta de haberse hecho de abajo. Dice que cuando era chico se largó a cosechar cuando sus padres ya no pudieron mandarlo a la escuela, que –dolido al ver cómo su madre se deslomaba en la cosecha- una tarde le juró a su madre que no volvería a pisar un viñedo, y mira donde estoy ahora, y mira dónde me trajeron las vueltas de la vida. Dice que la suerte cambió, que trabajó como administrativo de unos empresarios chilenos, que con el tiempo se asoció con ellos y aquí está. Dice que sigue siendo el mismo pibe cosechero, aunque a veces hay gente que no lo ve así, te miran por lo que tenés y no por lo que sos, dicen que cambiaste porque tenés una camioneta. Dice, también, que los planes Jefas y Jefes de Hogar son una mierda, porque le sacan gente a la cosecha, que mucha gente prefiere hacer tareas en las municipalidades y no venir a cosechar, y que algunos ni siquiera trabajan, se quedan en la casa y no hacen nada. Dice que no le interesa la política, que su única idea es que el trabajo y la producción son lo único que nos puede sacar adelante, y que no entiende cómo puede ser que la gente se cague de hambre en un país tan rico.

Los trabajadores me cuentan que Riarte los tiene en negro, que no les paga salario familiar ni escolaridad ni obra social ni aportes jubilatorios ni un carajo. Dicen que no se rebelan porque si se rebelan no trabajan más. Dicen que el gremio está comprado y exhiben un indicio contundente: los 30 centavos que cobran por tacho.

50 DESPARRAMADOS
A las seis de la tarde, cuando termina de llenarse el quinto camión, cuando el sol empieza a aflojar y cuando nadie da para más, termina el día. Los trabajadores beben agua dudosa de una pileta, enjuagan los tachos y suben al camión. Somos más o menos cincuenta personas desparramadas sobre las uvas y los tachos. En el camión, el ánimo de la gente es bueno porque los camiones se prestan para la joda y porque hoy es viernes: día de pago. Susana, una chica de 18 años que trabaja con El Pelado, su hermano, aprovecha para vender panes con chicharrón.

Llegamos a la bodega. Riarte fue a buscar el dinero a San Martín y todavía no regresa: los más pesimistas dicen que estaremos aquí hasta las diez. Chavero canjea veinte fichas de un tacho por una que vale veinte. Su esposa se cansa de vender botellas de dos litros de gaseosa helada entre los trabajadores sedientos, a $1.50 la botella. Los que no tienen efectivo le pagan con fichas. El camionero y su sobrino descargan la uva con sus horquetas sobre el lagar, un tirabuzón inmenso que las aplasta y que da inicio al proceso que las llevará a convertirse en vino.

Algunos caminan una cuadra, cuadra y media por la ruta y se van a comprar comida o a jugar pool sobre el paño gastado y roto de la mesa del minimercado Cecilia.

Don Jorge Valdez compra cien gramos de mortadela, cien gramos de queso, medio kilo de pan, una cerveza. La cuenta da cuatro pesos con diez centavos. Don Jorge ha gastado casi 13 tachos en esta merienda que comparte con su hijo. Vale decir que ha tenido que cosechar 260 kilos de uva para pagársela. Don Jorge tiene 53 años, pero aparenta 70. La mayoría de los cosecheros aparentan más años de los que tienen. La mayoría de los cosecheros trabajan en familia: con sus esposas y sus hijos, porque cuatro o seis brazos cosechan más que dos. Se supone que los chicos no deben trabajar, pero la mayor parte de los cosecheros trabajan en esto más o menos desde los 12 años. Los sarmientos son el camino natural si uno vive en San Martín y no puede cumplirle a Sarmiento. Como Leandro Moya, un pibe de 14 años que previó que la espera sería larga y tomó la precaución de traer su guitarra y amenizar la velada con chacareras del repertorio de Soledad, Los Nocheros o El Chaqueño Palavecino. Leandro tiene un timbre de voz muy parecido al de Luciano Pereyra, tiene su propio grupo con bombo y guitarras y canta bien de verdad. El día que una compañía discográfica lo descubra, su vida cambiará.

CINCO DIAS
Se hace de noche mientras la bodega trabaja sola. Apenas un empleado supervisa que las máquinas hagan lo que tienen que hacer. Las uvas pasan del lagar a la moledora, de la moledora al escurridor y a la prensa. El jugo, liberado de los orujos, fermentará cinco días durante los cuales el azúcar se irá convirtiendo en alcohol, cinco días durante los cuales habrá que vigilar la temperatura y el nivel de azúcar. Después estará listo para ser fraccionado como vino blanco. El proceso del vino tinto es un poco más sencillo: la uva pasa de la moledora directamente a las piletas, sin la intermediación del escurridor y la prensa. Argentina es el quinto productor y el sexto consumidor mundial de vino y ocupa el puesto once en la lista de países exportadores.

A las siete y media de la tarde llega Riarte con el dinero. Los trabajadores van entrando en su oficina, de a uno. Chavero cuenta las fichas que le entregan; Riarte anota la cantidad de kilos cosechados en un cuaderno, hace firmar a los trabajadores y les paga con Lecops.

-Raúl, ¿en qué quedó lo del salario familiar? –pregunta uno.
-La semana que viene le prometo que lo hablamos. Usted tráigame la fotocopia del documento.

-Raúl, ¿no eran 40 centavos por tacho? –pregunta otro.
-No, señor, la ley establece 30.
-Es que yo había leído en un diario que eran 40.
-Mire, no quiero que se quede con la duda. Le voy a mostrar el acuerdo –anuncia.
Camina hasta su camioneta, abre la guantera, regresa con una copia del convenio firmado entre el Centro de Viñateros del Este, la Unión Vitivinícola Argentina, el Instituto de Vitivinicultura y el Sindicato de Obreros y Empleados Vitivinícolas Argentinos. Efectivamente, el sindicato avala los 30 centavos por tacho.

Riarte le anuncia a una chica que no quiere volver a verla en la cosecha. La chica tiene ganas de llorar. Está embarazada. Precisamente por eso, por los riesgos que el esfuerzo físico le depara, ha sido despedida.

-¿Qué puedo hacer? –me pregunta Riarte- Me parte el alma, pobrecita, pero no puede trabajar en estas condiciones.

Chavero descubre que alguien lo pasó con una ficha de otro viñedo. Cree saber quién fue. Le avisa al camionero para que no vuelva a traerlo. Lo que más le preocupa a Chavero, sin embargo, es la falta de un tacho. Hay dos versiones al respecto: a) que un trabajador que faltó se robó el tacho; b) que a ese mismo trabajador se le cayó el tacho en el canal donde los trabajadores a veces se asean y se lo llevó la corriente. Lo cierto es que Chavero le anota al camionero el apellido del hombre que tenía a su cargo el tacho, para que no vuelva.

El lunes siguiente, a las ocho y media de la mañana, llego al viñedo en el Falcon de Chavero. Los cosecheros están sentados sobre los tachos. Ni uno solo trabaja.

-¿Qué pasa? –pregunta Chavero, desconcertado.

-La uva que nos toca hoy es uva de tinto. La uva es más chica y los racimos son más chicos: tienen que pagar dos fichas por tacho –reclama uno de los cosecheros.

-Pero yo no puedo resolver eso, eso lo tienen que hablar con Raúl y Raúl no está –tira la pelota afuera Chavero.

-Llámelo por teléfono –sugiere uno de los trabajadores.
-Bueno, pero me tengo que ir hasta Montecaseros a llamarlo...
-Vaya. Lo esperamos.
El camionero llama aparte a Chavero. Quiere hacerlo entrar en razón.
-Usted sabe que esta uva es más chiquita que la criolla, que cuesta un huevo llenar un tacho, la gente tiene razón. Usted sabe también que faltan cosecheros y que toda esta gente se le puede ir a otro viñedo. Aflójeles diez centavos más, que con eso van a estar conformes.

-Eso lo tiene que decidir Raúl. Él ya sabía que iba a pasar esto, pero no quiere aflojar más hasta que no llegue la uva de cabernet.

-Usted vaya y convénzalo. Si se va la mitad de la gente yo me voy a tener que ir. Van a cosechar la mitad y yo no me puedo quedar todo el día para hacer dos o tres viajes.

Cuarenta y cinco minutos después Chavero regresa con malas noticias.

-Hablé con Raúl. Dice que no va a pagar más, que la uva de tinto es por hoy nomás, que si se quieren quedar bien, y si no, que se vayan.

-Nos vamos, entonces –anuncia uno de los cosecheros. Unas treinta personas lo siguen hacia el camión. Otros diez no saben qué hacer. El camionero mete presión.

-No me puedo quedar por tan poca gente. Con diez personas no vamos a ningún lado.

Chavero intenta levantar el ánimo de los que se quedan.

-Bueno, se quedan los mejores, los que sirven. El que quiera puede empezar –dice. Nadie se mueve de su lugar.

-Haga lo que quiera –dice el camionero- pero yo me tengo que ir. No me puedo quedar por diez personas.

Entre el camión y las diez personas que se quedaron con Chavero hay cincuenta metros. Los huelguistas le gritan a los que se quedaron: “Vengan, alcahuetes, malos compañeros...”

Un jujeño que se alista entre los que se quedaron reacciona ante los gritos.
-No sean boludos, yo estoy peleando por mi mujer y por mis hijos.
-Si nos aumentan vas a cobrar vos también...
La situación más delicada es la de los trabajadores permanentes de la finca, los que están ocupados durante todo el año y no sólo durante la cosecha. Ellos son los principales opositores a la huelga.

-¿Quién de ustedes me va a conseguir trabajo durante todo el año? –desafía Susana, la chica que vendía comida en el camión a los cosecheros.

Nadie le responde.
De pronto, para sorpresa de todos, aparece Riarte en su camioneta.
-Si vino hasta acá es porque transó –asegura un optimista. La realidad es muy diferente a sus deseos. La camioneta se detiene frente al camión, vacío de uvas y lleno de gente. Chavero se siente avergonzado ante su patrón por la escena.

-Bajen –dice, y parece más una imploración que una orden. Nadie le hace caso.
-Muchachos, cuando venga el cabernet yo les voy a pagar más. Les pido que tengan paciencia porque las hileras de tinto son hasta mañana nomás, mañana empiezan de nuevo con la uva criolla, no se van a quedar sin trabajo por un día... –intenta convencerlos Riarte.

-Es muy chica esa uva. Hay que estar un rato largo para llenar un tacho...
-Es lo que hay –concluye Riarte. Así que, el que se quiera quedar puede hacerlo... Los salteños se quedan, ¿no?

-Ya subieron al camión – lo decepciona el camionero. Le conviene mantener la cuadrilla completa para poder llevarla luego a otro viñedo.

-No hay ningún problema. Salgo a buscar gente nueva –intenta mostrar firmeza el patrón. Sube a su camioneta y se va. Los que querían trabajar también han subido al camión. El camionero nos había llevado hasta la bodega porque tenía que devolver los tachos, pero sobre todo porque aún conservaba la esperanza de negociar con Riarte. Un hombre más avejentado que viejo se acerca al patrón y le dice, cuando piensa que nadie lo ve, usted sabe, yo trabajaría, yo no estoy de acuerdo, téngame en cuenta para más adelante... Riarte le toca la cabeza, le dice “quédese tranquilo, no se preocupe...”

Supongamos, con exagerada buena voluntad, que todos y cada uno de los 40 trabajadores que acudieron a la cosecha en el día de la huelga cosechen 70 tachos. Es imposible, porque ya dije que sólo los mejores son capaces de cosechar 70 tachos en un día y porque además la uva de tinto es más chica que la uva criolla, pero supongamos, de todos modos, que la cuadrilla de la empresa Agromel cosechara ese día 2,800 tachos, equivalentes a 56 mil kilos, o a 560 quintales de uva. En ese caso, la diferencia entre la demanda de los cosecheros y lo que Riarte está dispuesto a pagar ascendería a un total de 280 pesos, que equivalen a siete pesos por persona, por una sola vez. El patrón prefirió quedarse sin cuadrilla. No creo que le importara tanto una suma tan exigua; se me ocurre que trató de preservar un statu quo.

El camión nos lleva hasta San Martín. Los trabajadores han perdido un día precioso, han sacrificado un jornal a cambio de preservar su dignidad. La paciencia tiene un límite y 40 personas han decidido que ese límite tiene una medida precisa, pequeña y perfecta: diez centavos por tacho, sólo por hoy.

FUENTE: “larevista”/Cosecheros Argentinos/Septiembre 20, 2004, P. 33.