Saber del mundo

Última actualización [02/08/2004]



El arte de catar vino



Experiencias de un neófito alérgico

Jon Ronson

En el centro de Londres hay un pueblo secreto, llamado Middle Temple Lane, que tiene una plaza del pueblo y antiguas calles e iglesias. Para llegar a él hay que atravesar unas pequeñas puertas de madera situadas junto a un establecimiento de la franquicia Coffee Republic. Me siento como Harry Potter cuando atraviesa el portal mágico para ir a Diagon Alley, aunque este pueblo empedrado no está poblado por brujos demacrados, sino por abogados. Hoy hay una cata de vinos. Dentro de Middle Temple Hall, el fotógrafo Stephen Gill está fotografiando a unos catadores de vino que no hacen nada. Parece complacido, como si hubiera captado un momento perfecto de la vacuidad de las catas de vinos. Stephen lleva años y años fotografiando a los catadores y tiene la impresión de que su viaje está llegando a su fin, por lo que me ha pedido que escriba algo que acompañe a sus fotografías.

-Stephen -le digo-, ¿por qué no los fotografías mientras sueltan un chorro de vino en la escupidera? Eso estaría bien.

Me mira con recelo. Hemos trabajado juntos varias veces, y a menudo he observado a Stephen inmóvil como una estatua, esperando a que llegue el momento perfecto para pulsar el disparador, pero siempre me sorprenden los momentos que elige. Sus fotografías parecen tan discretas que casi es como si no existieran.

En una ocasión le pedí que describiera su trabajo, y se alteró bastante. Unos días después me llamó por teléfono y me dijo que había estado pensando mucho en ello, y ya lo tenía resuelto:

Como dijo alguien en una ocasión -me dijo-, no tengo nada que decir y lo estoy diciendo.

¿Qué tienen las catas de vino, que te resultan tan fascinantes? -le pregunté.

Bueno -respondió-, ¿sabías que no es normal comer queso con el vino durante las catas? Es un mito.

¿De verdad? -repuse.

El queso puede formar una capa que recubre el paladar, con un regusto que interfiere en el sabor -dijo Stephen.

¿Qué más? -pregunté.

Stephen se detuvo, como si fuera a preguntarme: "¿Necesitas algo más?".

A menudo, las catas se realizan a primera hora de la mañana, cuando el paladar está en condiciones óptimas -me dijo.

¿Son divertidas las catas de vinos? -pregunté.

No -contestó Stephen.

¿Cómo son los catadores, como personas? -le pregunté.

Parecen agradables -contestó.

¿Hay algo... no sé, metafórico, en ellos? -pregunté.

No -contestó Stephen.

¿Qué más? -pregunté.

Normalmente, en las catas la gente escupe el vino en vez de tragárselo -dijo Stephen.

Ya lo sabía -proclamé-. Soy alérgico al vino, así que nunca podré comprender verdaderamente su mundo -añadí.

Eso es fascinante -dijo Stephen.

Sí -repuse, buscando la forma de entrar en materia-. Es un mundo que nunca podré conocer.

Creo que entiendo por qué Stephen se lleva tan bien con los catadores. Comparten el amor por lo intangible. Como este pueblo secreto, los placeres que se encuentran aquí son invisibles a los ojos de los transeúntes como yo. Yo, el personaje burlesco, el claramente visible. Aquí, todo el mundo se lo pasa de maravilla comentando los detalles más nimios, excepto yo. Stephen me presenta a su amigo David Harvey, que ha catado 16.000 en su trabajo de sumiller del hotel Cliveden. Dice que en esta sala ocurren cosas verdaderamente emocionantes del tamaño de una milésima de milímetro. Es el trabajo que desempeñan los receptores que se encuentran en las membranas olfativas, en la parte superior de la nariz.

Uno de los mayores placeres de este mundo -dice David- es el placer del olfato. Y no está explotado. Usamos el perfume a ciegas; nos limitamos a echárnoslo. Cocinamos a ciegas. Sólo usamos el olfato en serio cuando estamos a punto de llevarnos algo a la boca. Es por eso por lo que la nariz está tan cerca de la boca. ¿Tiene un olor desagradable? ¿Me va a matar eso si me lo como? De hecho, ahí fuera hay diez mil aromas. -David mira a su alrededor-. Algunas de estas personas -dicen- son la élite de este mundo en el que existe el olfato.

Más adelante averiguo que la terrible ironía es que la halitosis abunda en el mundo de la cata.

En este gremio es frecuente el mal aliento -me explica un catador de vinos llamado Michael Schuster-. La dentición se deteriora. En realidad, habría que estudiar más este asunto.

Eso es terrible -le digo-. A mí, la halitosis me pone enfermo, y no soy capaz de captar diez mil olores.

Sí -conviene Michael, sombrío.

Más adelante, en una cata de vinos que se celebra en el Cinnamon Club, un restaurante situado detrás de la catedral de Westminster, David me enseña a oler. Sirve una copa un chorro de Querciabella Chianti Classico 2000.

Haz esto -dice David mientras hace girar la copa-. De esta forma se evaporan algunos de los compuestos volátiles que confieren el sabor al vino, y llegan a la nariz.

¿Así? -pregunto.

Exactamente -contesta-. Ahora, olfatea. Es mejor olfatear ligeramente que llenarse los pulmones. Cuando se aspira demasiado aire, la nariz puede verse desbordada y renunciar a trabajar.

¿Y qué pasaría si eso ocurriera?

Es como la impotencia sexual -dice David-. Si crece la alarma es más difícil sobreponerse. Así que lo mejor es sentarse, tomarse un vaso de agua, descansar un poco, repasar las notas y volver a empezar.

Mi teléfono suena, por lo que me disculpo para ir a contestar. Mientras me alejo, David añade:

La novedad y la recompensa están integradas en el sistema de la dopamina, en el cerebro.

Salgo a la calle para atender la llamada y doblo la esquina para fumar un cigarrillo rápidamente. Cuando vuelvo, David olfatea y dice:

No sabía que fumaras.

¡Vaya! -digo-. Es como si tuvieras superpoderes olfativos.

Ahora -me dice David mientras me entrega el vino-. Olfatea ligeramente. ¿Notas un aroma pronunciado o tenue?

Lo primero. ¿He acertado? -pregunto.

A medias -responde David-. Si este aroma fuera un cielo nocturno, ¿verías sólo una estrella o un montón de estrellas?

Un montón de estrellas -digo.

¿Y brillan por todo el firmamento o están agrupadas, como la Vía Láctea, en un gran remolino?

Montones de estrellas por todo el firmamento -le digo.

En realidad -dice David-, no hay demasiadas estrellas, y no están dispersas, sino agrupadas. Una constelación, en lugar de la Vía Láctea.

De acuerdo -digo.

Eso está bien -dice David-. Este es un vino serio. Creo que lleva un poco de regaliz, algo de ciruela y algo de especias. Dime, el aroma ¿te da una sensación de textura?

Terciopelo -digo.

No está mal -dice David-. Es una sensación agradable. Una vez probé un coñac que parecía un erizo, como si dijera ''¡cuidado con el paladar!''.

El bebe. Como soy alérgico al vino, mi experiencia personal termina aquí.

En el paladar -dice David- los sabores son parecidos a los de la nariz. Eso está bien. Los distintos compuestos volátiles se evaporan por el calor de la boca. Cuando un vino es bueno, el olor y el aroma que se aprecia al probarlo deben ser prácticamente iguales. Sigamos.

David apura el vino de nuestras copas y sirve otro, un Rivella Riserva de 1999.

Usas la misma copa -observo-. ¿No es eso una locura?

No -dice-. Intenta identificarlo con un actor o actriz. Es cerrado, algo inexpresivo, joven y sin experiencia, pero si se mira más allá se ve cómo crecerá y madurará.

Así que un actor o actriz... ¿Jennifer Aniston? -digo.

David me mira como si me dijera: "¿Te has vuelto loco?".

Actuó muy bien en ''La buena chica'' -le explico.

Buscamos a un buen actor infantil que, cuando crezca, se convierta en un actor adulto mejor aún -dice David.

Guardamos un prolongado silencio mientras pensamos en ello.

Liv Tyler -dice David al fin-. Sigamos.

David vacía el Riserva y sirve el Camartina 1999.

Montones de estrellas -digo-. Kevin Spacey.

¿Es un patio de recreo o un pozo? -pregunta.

Un pozo -contesto.

Sí -dice David-. Un pozo aromático, que invita a saltar al interior. ¿Tiene algún color el aroma?

Morado -digo.

Sí -dice David.

¿De verdad? -pregunto.

Morado rojizo -dice David.

¿No se debe eso a que el vino en sí mismo es morado rojizo? -pregunto.

Oh, no -dice David-. Algunos vinos blancos son rojos y verdes.

¿Es adecuado intentar compararlo con un actor, o con este vino no tiene sentido? -pregunto.

No tiene sentido -dice David-. Este vino se tiene que comparar con un arma. ¿Es un mortero, un obús o un cañón?

No sé qué diferencia hay entre los efectos de esas armas en un campo de batalla -reconozco.

Es un obús -dice David.

David dice que admira a las personas que tienen mejor olfato que él. Me habla de su mayor error, que ocurrió cinco años atrás, en el hotel Balmoral, en Edimburgo. Fue con un Rausan-Ségla de 1943 .

Me pareció maravilloso, pero se me escaparon su importancia cultural, su extremada sutileza, su belleza y su elegancia -se detiene-. Afortunadamente, estaba acompañado de sabios paladares que me hicieron notar esos detalles, y ahora me doy cuenta de que era uno de los mejores vinos que he catado.

Después me cuenta la historia del Rausan Ségla de 1943. Un general nazi que comerciaba con vinos se hizo con el control de la zona de Burdeos durante la guerra. Todos los hombres de la zona estaban en la cárcel, escondidos o en el frente, por lo que las mujeres tenían que ocuparse de trabajar en el viñedo. Y ocurrió algo increíble, me explica David, una coincidencia mágica de la experiencia del general nazi y la inexperiencia de las trabajadoras.

El secreto estaba en la cantidad de ejercicio físico que hacían las señoras al prensar las uvas -dice David.

¿Así que fue casualidad?

Como respuesta, David me dice que mi alergia al vino, mi incapacidad para entender verdaderamente su mundo, es una desgracia que todos ellos comparten filosóficamente.

El misterio -dice- radica en la interacción exacta entre la tierra y las raíces de las cepas. En los mejores viñedos, esto es lo que confiere al vino su sabor, y es una de las influencia menos entendidas.

¿Cuánto se tarda en llegar a ser un buen catador? -le pregunto.

En mi caso, cinco años -dice-. Los arquitectos tardan 50 años en llegar a ser buenos. Stephen Gill tuvo que pasarse diez años con la cámara hasta que sacó una excelente fotografía. Yo tardé cinco años en entender la matriz multidimensional de todas las posibilidades. El vino se expresa a través de tres sentidos, que nos hablan de la cosecha, de la zona en la que se cultivó, de las técnicas de viticultura y vinicultura, de las variedades de uva y de un sentido de la filosofía y las ideas por las que se guía el elemento humano.

¿Qué significa eso? -le pregunto.

Es algo que queda más allá del debate y la contemplación -dice.

Inténtalo -le digo.

De acuerdo -dice-. Los viñedos europeos, en su mayoría, pertenecen a personas que heredaron las tierras de la Iglesia o de la familia. No eligieron la tierra. Pero esto es distinto en Australia o en California. Allí tienen la posibilidad de elegir la tierra en la que cultivan. En California hay un hombre, Josh Jensen, que pasó cinco años estudiando mapas. Quería cultivar la pinot noir perfecta, por lo que tenía que encontrar el tipo exacto de piedra caliza, que no abunda en California. Así que pasó cinco años estudiando mapas y lo encontró.

Después visito a Michael Schuster, que imparte un curso de cata para principiantes en la bodega de su casa, en el este de Londres. Me dice que no debo tener miedo de parecer torpe.

Cuando realizo catas a ciegas para mis alumnos -dice- siempre cuelo un Blue Nun. Normalmente, por lo menos la mitad del grupo afirma que es el mejor de los vinos. Cuando les enseño la etiqueta se mueren de vergüenza, y les digo que no deberían. Existe un estúpido prejuicio en contra del Blue Nun. Es como disfrutar de un vals de Strauss. Es algo inmediato y satisfactorio que resulta muy placentero, aunque no de forma profunda. Pero no se puede ser profundo toda la vida.

Michael me lleva a su jardín y me pide que huela.

Es como la crema de limón -dice, señalando un magnolio-. Y esa planta huele casi como el curry.

Me explica que se basó sobre todo en los olores cuando diseñó su jardín. Le pregunto qué fue lo que motivó su interés por el vino y sonríe, mientras rememora tiempos muy lejanos.

Fue en 1973. Yo tenía veinticinco años. Llevé a mi novia a Wheeler''s para celebrar su vigésimo primer cumpleaños. Comimos lenguado, y pedí media botella de Puligny- Montrachet Premier Cru. Tenía un aroma fantástico.

Michael no lo sabía, pero aquel aroma determinaría el transcurso del resto de su vida. Arrancó la etiqueta y la pegó en un cuaderno, donde sigue hasta ahora, "en alguna parte del piso de arriba".

Fue como estar enamorado -añade-. Como una estupenda aventura amorosa.

Ahora, dice que es posible que el Puligny-Montrachet Premier Cru no sea tan excelente como le pareció en aquella ocasión, pero no le da vergüenza relatarme la anécdota.

Afirmar que nunca te amé -dice Michael, dirigiéndose a la botella de su recuerdo- sería una locura.

Es miércoles, en el Merchant Taylors'' Hall, en el centro de Londres. Se ha reunido parte de la élite de la comunidad enológica londinense, para catar vinos caros en un entorno elegante. A pesar de la alergia, siento deseos de probar el Riesling Selection de Grains Nobles, Sorg de 1997; esto se debe a que, con su precio de 366 libras esterlinas, es el vino más caro de la estancia. ¿A qué sabrá?

Es como un picor que necesito rascarme -le digo a Stephen con una ligera nota de pánico en la voz.

¿Estás seguro? -me pregunta.

Puede que me dé urticaria -digo-, pero voy a hacerlo.

Mientras hablamos no miro a Stephen, sino a la botella, que me seduce con su resplandor dorado de peligro enrarecido.

¿De verdad quieres probarlo? -me pregunta Stephen.

Sé lo que piensa. Cree que miro este mundo con desprecio, y que después quiero decir a la gente: "Probé un vino de 366 libras esterlinas, y ¿sabes qué? No me pareció distinto del Blue Nun. ¡Qué locura!". Piensa que, aunque nunca he probado el Blue Nun, seguiría estando dispuesto a hacer esa desdeñosa comparación. Pero se equivoca. El motivo verdadero es que quiero tener una experiencia memorable con el vino, como las que tienen David Harvey y Michael Schuster.

Voy a probar el Riesling Sélection de Grains Nobles Sorg de 1997 -digo-. Voy a probarlo ahora.

Ten cuidado -dice Stephen.

Sirvo el vino, sólo un chorrito, y me lo bebo. Y entonces recuerdo que no es sólo la urticaria. Existe otro síntoma más alarmante. Durante los cinco primeros segundos, el sabor es delicioso: un pozo, montones de estrellas, terciopelo amarillo, un cañón... Lo apunto en la libreta. Pero de repente la libreta se desdibuja, sustituida por una oleada de dolor, y recuerdo el otro síntoma. Cuando bebo vino, por poco que sea, siento casi al instante una borrachera increíble y una increíble resaca.

Esto es horrible -digo.

¿Crees que deberías sentarte? -pregunta Stephen.

No -espeto-. El instinto de conservación me impulsa a seguir trabajando, a abrirme camino a través del dolor y la embriaguez-. No voy a sentarme -digo-. Voy a entrevistar a los catadores.

¿Te parece una buena idea? -pregunta Stephen.

Le hago caso omiso y me dirijo al catador más cercano.

Discúlpeme -le digo-. Soy del ''Guardian''. Me sorprende ver que hay agua mineral con gas y no sólo sin gas. Siempre pensé que el agua con gas podría formar una capa que recubre el paladar, con un regusto que interfiere en el sabor. ¿Qué opina?

Me siento aliviado al comprobar que la pregunta le parece interesante.

Bueno -dice-, no formará una capa que recubre el paladar, pero es posible que las burbujas...

Más adelante, cuando repaso las notas, descubro que dejé de escribir en ese momento.

Jon Ronson es escritor y realizador de películas documentales. Su libro ''Them: Adventures With Extremists'' ha sido un ''best seller'' en Gran Bretaña.



FUENTE: El Mundo Vino/Reportajes
16.06.2003
http://elmundovino.elmundo.es