Saber del mundo

Última actualización [19/11/2007]



El licor de los dioses

Carmen Fuentes

A primeros de noviembre comenzará a destilarse en la región de Coñac ese «licor de dioses», como llamó Víctor Hugo al aguardiente más conocido del mundo. Debe su nombre a la ciudad donde nació, y su nacimiento fue fruto del ahorro y la casualidad.

 

La ciudad de Coñac es célebre en todo el mundo por el aguardiente que se extrae de sus vinos y es, desde hace más de cuatro siglos, cuna de uno de los licores más bebidos (e imitados) del orbe, al contar con la particularidad de ser el único que se obtiene a partir del vino de uva blanca de las cepas cultivadas cerca de la ciudad que le da nombre. Todo los demás licores parecidos son sucedáneos. Bien lo sabe España que, tras una guerra comercial, no le quedó más remedio que llamar brandy lo que durante muchos años denominó y vendió como coñac.

 

Pero la historia del coñac está unida a una serie de apellidos (Martell, Rémy Martin, Hennessy, Courvoisier...) que, pese al paso del tiempo y los traspasos comerciales, han hecho pervivir la marca, potenciando su desarrollo y elaborando nuevas estrategias para superar los baches (que también los ha tenido) del más universal de los aguardientes. Una historia que arranca en el siglo III, cuando los romanos que llegaron a la Galia enseñaron, entre otras cosas, a las gentes de esa región a hacer vino y a cultivar el viñedo, la madre de todo lo demás. Una vez aprendida la lección, durante siglos estuvieron haciendo vinos que fueron famosos en la zona, hasta que en un afán expansionista emprendieron la aventura de venderlos más allá de la región. Entonces vino la sorpresa. Los caldos no aguantaban el trayecto de las nuevas rutas marinas que se empezaron a abrir en el siglo XVII, y los vinos de la región, secos y afrutados, al ser sometidos durante el viaje a temperaturas altas, llegaban a lugar de destino hechos una ruina.

 

Destilarlos para que aguantasen

Fue entonces cuando a los viticultores, que veían peligrar su negocio, se les ocurrió destilarlos, pero no con la idea de hacer un aguardiente, sino porque pensaron que la destilación sería la mejor forma de que aguantasen el lago viaje a Holanda, Inglaterra o Noruega (sus mercados) y, una vez allí, añadirles un poco de agua para rebajarlos y que «volviesen a su ser». Pero el milagro no surgió y, a comienzos del XVIII, el comercio con Inglaterra fue suspendido durante un tiempo por razones políticas y los productores decidieron conservar sus destilados en barricas de robles de los bosques cercanos para que no se estropeasen. Al ir a verificar su estado, comprobaron atónitos que el aguardiente había tomado un bello color dorado y que esa viveza y ese ardor, propios de un aguardiente joven, se había matizado convirtiéndose en algo sumamente agradable al paladar y lleno de aromas. Con el envejecimiento en madera había nacido una nueva bebida, y eso sí que fue un milagro, (fruto del azar, como tantos descubrimientos en la vida) que se denominó coñac, porque los cargamentos salían, a través del río Charente, de la villa de Coñac hacia el puerto de La Rochelle y, de allí, a Europa. 

 

Fueron años de gran expansión, hasta que la maldita filoxera atacó sus viñedos. Tras décadas terribles, se volvieron a replantar los suelos con las vides resistentes a la plaga y con otras variedades, hasta que el coñac volvió a ser lo de antes.

 

La región, con seis zonas (Grande Champagne, Petite Champagne, Borderies, Les Fines Bois, Les Bons Bois y Les Bois Ordinaires) tiene 95.000 hectáreas de viñedo cuyas uvas, curiosamente, no pueden ser prensadas con el tornillo de Arquímedes, a fin de evitar el aplastamiento brusco de las pepitas y las pieles. Lo prohibe la ley, que también impide el añadido de azúcar. Para conseguir un litro de aguardiente, que se hace en los tradicionales alambiques, se necesitan, al menos, seis litros de vino y se requieren dos destilaciones. El líquido del principio (cabeza) y el del final (cola) se eliminan, porque van cargados de impurezas que dan malos aromas al aguardiente. Sólo se destila el del medio (corazón), un líquido incoloro, llamado «broulllis», lleno de aromas, que será destilado una segunda vez. Se volverá coñac cuando envejezca, un mínimo de dos años y medio, en las barricas de roble de los bosques de Limousin, Allier o Troncais, cuya madera hará que se matice y transforme en ese magnífico licor.

 

El roble, su mejor aliado

El coñac no sería nada sin la barrica de roble, porque la madera de estos árboles, cortados cuando tienen por lo menos 150 años (algunos llegan a 300), se deja secar un mínimo de dos o tres. Después, sufre un ritual que es lo que hace que el aguardiente saque sus escondidos aromas. Para empezar, de cada árbol sólo se sacan dos barricas, pues únicamente el 20 por ciento de su madera se aprovecha para hacer las duelas que formarán las barricas (de ahí su elevado precio). El resto irá a la chimenea o a la caldera de la calefacción. Las duelas, una vez ensambladas, se ponen al fuego durante 30 minutos para que se ablanden y, a golpe de martillo, totalmente manual, se van formando las barricas. Ese fuego es lo que hará que la madera desprenda los aromas tostados y ahumados que después cogerá el aguardiente.

 

También la piedra caliza del suelo, donde crecen las uvas, contribuye a la calidad del coñac, aunque lo verdaderamente importante y a quien debe su sabor exquisito y su fragancia es a los métodos de destilación y a su maduración en barricas de roble, procedimiento que no ha cambiado desde hace más de 300 años, porque la edad del coñac no la determina el año de la vendimia sino los años de permanencia en la barrica. El coñac es una mezcla de diferentes añadas.

 

Dentro de unos días, como todos los primeros de noviembre, comenzará una nueva destilación, proceso que durará hasta marzo y en el que está involucrada la ciudad de Coñac, a la que los Valois concedieron todo tipo de privilegios incluido el de no pagar impuestos. Coñac está volcada en el trabajo de la destilación y la industria del coñac, incluidas la imprenta de las etiquetas (hoy están bajo ley pero hasta 1984 se hacían como querían) y el vidrio de las botellas. Un arte y una tradición que se clasifica por su vejez: un tres estrellas es el que tiene dos años y medio de envejecimiento y un «V.S.O.P», mínimo de cuatro años y medio (el más frecuente en el mercado). Luego están los superiores, esos que han envejecido de seis a más de cuarenta años, que son para pasar la tarde degustando sus aromas.

10.11.07 -

 

FUENTE:
El Diario Montanes/Sociedad/Gastronomía http://www.eldiariomontanes.es/20071110/sociedad/panorama-gastronomia/licor-dioses-20071110.html