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Última actualización [25/01/2018]



Adolescencia y percepción de riesgo

José A. García del Castillo

FUENTE: Health and Addictions

ESPAÑA

Sería difícil delimitar qué cantidad de riesgos comunes corremos a lo largo de un día cualquiera en nuestras vidas, con independencia de que vayamos buscando peligros de una forma voluntaria. Bromeamos con el hecho de que todos estamos expuestos por igual a sufrir accidentes cotidianos,: que nos caiga una maceta desde un balcón cuando paseamos por una calle y nos abra en dos la cabeza; que resbalemos con una cáscara de plátano y nos partamos la columna vertebral o nos desnuquemos;, que dándonos una ducha resbalemos y nos demos un fuerte golpe en la cabeza o simplemente que nos parta un rayo.

 

Pero la verdad es que todas estas situaciones se deban más a la ficción que a la realidad, ya que por probabilidades es casi imposible que seamos los elegidos para morir de alguna de estas formas.

 

Nuestro equilibrio emocional es uno de los encargados de regular acertadamente una vida sin sobresaltos continuos, porque sería invivible el estar pensando a cada minuto que podemos morir de un infarto, de un ictus o de un cáncer, sin venir a cuento. Quienes padecen un desequilibrio en este sentido, los llamados hipocondriacos, saben perfectamente lo que es malvivir en un estado constante de preocupación por su salud. Enfrentarse a circunstancias que nos demuestren nuestra capacidad de arrostrar, consiguen afianzarnos como valientes ante las adversidades y aumentar en muchos grados la cantidad de adrenalina que se reflejará en nosotros como un auténtico subidón. Experimentar esa sensación es la que nos lleva a buscar situaciones difíciles pero controladas, como ver cómodamente una película de terror, en la que vivimos angustias y pánico ajeno desde la cómoda butaca del cine.

 

Buscar sensaciones fuertes es algo inherente a la propia naturaleza, sobre todo en algunas etapas de nuestra vida. Por ello los adolescentes se embarcan en muchas aventuras de alto riesgo que encienden su motivación de una manera explosiva e incendiaria. Probar una sustancia nueva para ellos, que además le anuncian como una bomba que les proporcionará placeres indescriptibles, es una tentación demasiado potente como para resistirse a ella, minimizando cualquier riesgo o peligro; o enzarzarse en una trifulca de las que no viene a cuento por el placer de sentir en sus entrañas la revolución, a pesar de que puedan salir con una costilla rota o la mandíbula fuera de sitio; o practicar sexo a la brava sin ningún tipo de protección; o conducir un coche a la máxima velocidad. Cualquiera de estas coyunturas hace que la satisfacción percibida del adolescente aumente significativamente y lo encumbre a un estado de felicidad mayor.

 

El control del peligro se vuelve subjetivo para los jóvenes bajo una creencia consistente para ellos en pensar que si algo sale mal no será en su caso sino en el caso de los demás. Es como si estuvieran protegidos por un halo mágico. Esta percepción tan potente de supremacía se sustenta, entre otras cosas, porque su estado de salud y fortaleza física está en su punto más alto, lo que proporciona una seguridad relativa que los impulsa hacia la búsqueda de la emoción. De ahí que la gran mayoría de los mensajes de miedo que reciben del mundo adulto les hagan afianzarse, aún más, en su falsa creencia de seres todopoderosos. Si les decimos que fumar mota, o que beber alcohol les impedirá ser unos buenos deportistas, o que fumar porros los sumirá en un submundo de motivación pobre, y sobreviven a todos esos comportamientos sin pena ni gloria, como es de esperar, el mensaje pierde toda la credibilidad, así como las futuras advertencias.

 

Hay algunos problemas añadidos a esta certidumbre anterior, que se centra en las paradojas sociales que se generan en torno a las drogas socialmente aceptadas. Podemos estar predicando las maldades de sustancias como el tabaco o el alcohol, y los adolescentes estar viviendo unas realidades muy diferentes en sus respectivos contextos sociales. Si partimos de una sociedad en la que la tasa media de alcohol ronda los 9 o 10 litros por habitante y año, la probabilidad de que en cualquier familia española se beba alcohol es muy alta. Si el adulto de referencia es fumador y/o bebedor el poder de influencia y credibilidad en cuanto a estas cuestiones se ve mermado significativamente. La tendencia del joven es la de asumir, por pura coherencia, que estos comportamientos adultos están absolutamente normalizados en nuestra sociedad, como así es.

 

Las drogas ilegales tienen otra visión, aunque ganan terreno por especulaciones sociales de distinta índole. Los derivados del cannabis se normalizan socialmente día a día y pierden la connotación de droga peligrosa, todo gracias a determinados movimientos pro cannábicos que estimulan cada vez más su consumo de corte terapéutico, aumentando apológicamente el consumo recreativo. La visión de los jóvenes se normaliza en consecuencia, sintiéndose decepcionados e incrédulos por mensajes de miedo hacia su uso cuando tienen el mensaje contrario a su alcance.

 

Cuando tratamos y articulamos argumentos con otras drogas que cuentan con un historial mucho más enfatizado de peligroso, como es el caso de la cocaína y/o la heroína, el panorama cambia sustancialmente. Podemos inducir mensajes de miedo a su consumo mucho más eficaces, dado que las consecuencias que se perciben de estas sustancias son mucho más contundentes y menos contradictorias que las anteriores. De hecho se asume mejor que la heroína mata frente a que el tabaco mata, cuando una y la otra mata en cualquier caso, pero la forma de percibirlo es singularmente diferente.

 

En el ámbito preventivo, seguimos intentando aumentar la percepción de riesgo de los jóvenes, aun sabiendo que los argumentos a los que podemos recurrir para ello tienen esa doble lectura y ese doble efecto. En la práctica parecen mucho más efectivos los mensajes de riesgo social y auto imagen frente a los de riesgo de salud. La importancia que el adolescente imprime hacia sus relaciones interpersonales consigue que se fortalezcan realidades mucho más al alcance de sus evidencias diarias, cuestiones tan simples como el mal olor, el envejecimiento prematuro de la piel, en el caso de fumar; el sentirse rechazado por su grupo de amigos por no estar a la altura de las circunstancias que él piensa que le marcan los demás, o el tener certeza de que está engordando más de la cuenta, en el caso de ingerir alcohol.

 

Surte un efecto relativo y más amortiguado, la presión social que se llega a ejercer hacia fumar o beber, e incluso el supuesto castigo paterno que le pueda caer encima, como consecuencia del consumo.

 

La variable edad es la que marca un antes y un después en la percepción de riesgo. Con el paso del tiempo vamos comprobando que nuestro cuerpo zozobra, que lo que antes hacíamos sin pestañear ahora nos cuesta un mundo, que nos empieza a fallar la vista, la memoria y otras muchas cualidades, entrando en una nueva dimensión de calibración del peligro, convirtiéndonos en mucho más cautos y precavidos, aprendiendo a amortiguar las emociones mediante sistemas menos arriesgados. La edad es un grado, atempera los impulsos, frena y mitiga la búsqueda de nuevas sensaciones, y convierte a la prudencia en un patrón de conducta firme y consistente.

 

José A. García del Castillo

Director de la Revista Health and Addictions